LA PULPERA DE SANTA LUCIA

Menudo honor para Ignacio Corsini, el de haberse erigido en el esencial intérprete del género histórico. Todo empezó a partir de “La pulpera de Santa Lucía”, que grabara en distintas versiones el 22 de abril, 22 de mayo y 19 de junio de 1929, para el sello Odeón. Por primera vez se cruzaba en su camino la dupla autoral formada por Héctor Pedro Blomberg y Enrique Maciel. El Negro Maciel era su guitarrista desde 1925. Corsini buscaba quien reemplazara a Rafael Iriarte, que había viajado a España acompañando a la cancionista Linda Thelma. La aparición de Maciel fue providencial: trabajaron juntos 18 años. Blomberg, sobrino nieto del mariscal Francisco Solano López por parte de madre y descendiente de marinos noruegos (un linaje que envidiaría Borges) por la rama paterna, se especializó en la canción histórica. Es decir, en canciones de amor y de muerte contextualizadas en el período rosista. Aunque naturalmente, el factor ideológico nunca estuvo ausente: fue un furibundo antirrosista.

Tan grande fue el suceso de “La pulpera de Santa Lucía” que eclipsó toda la obra literaria del autor: relatos de la Guerra del Paraguay, lecturas escolares, novelas del bajo fondo, biografías de mujeres americanas, cuentos y relatos del mar. Nada de eso perduró tanto como sus canciones históricas. Inclusive editó “La pulpera de Santa Lucía” (novelas de la tiranía de Rosas, según el subtítulo) y finalmente, en “Canciones históricas” (1936, Editorial Tor), incluye este poema, como muchos otros que Maciel se encargó de musicalizar y que Corsini tuvo a bien de inmortalizar.

Blomberg, un hombre culto a quien misteriosamente Gardel jamás le grabó canción alguna, escribe en el prólogo de este libro que compuso sus canciones “animadas del mismo espíritu de evocación legendaria, entre ellas los ‘romances’ de mujeres que se distinguieron a lo largo de las épocas inolvidables de nuestra historia”. Esto permite imaginar que la pulpera de Santa Lucía existió. Al menos, existieron las locaciones y el contexto histórico. Y esto ya es un buen comienzo.

“Era flor de la vieja Parroquia / ¿quién fue el gaucho que no la quería? / Los soldados de cuatro cuarteles / suspiraban en la pulpería”, expresa una cuarteta. La Parroquia de Santa Lucía fue creada en el barrio porteño de Barracas a partir de un oratorio que ya existía en 1783. Seguramente en sus inmediaciones habría una pulpería. Y seguramente estaba atendida por una pulpera, a la sazón inspiradora de los versos. La novela homónima le da un nombre: Dionisia Miranda. Refiere a ella como la hija de Juan de Dios Miranda, un sargento muerto en las guerras de Oribe. Pero también pudo ser Ramona Bustos, que atendía la pulpería La Banderita, de Montes de Oca (la Calle Larga que menciona Blomberg en otras obras, como “La canción de Amalia”) y Suárez. Había sido protegida por Flora Balderrama, verdadera propietaria del lugar, que muchos años antes de 1840 (fecha mencionada en “La pulpera de Santa Lucía”), fuera servidora del señor Bustos, padre de Ramona, unitario perseguido por las huestes rosistas que fuera obligado a huir del país y que tuviera que dejar hija y bienes a manos de su empleada.

Si el poeta se inspiró en alguno de estos relatos, y si fueron o no veraces, es mucho menos trascendente que la perdurabilidad de su obra.

Letra

Era rubia y sus ojos celestes
reflejaban la gloria del día
y cantaba como una calandria
la pulpera de Santa Lucía.

Era flor de la vieja parroquia.
¿Quién fue el gaucho que no la quería?
Los soldados de cuatro cuarteles
suspiraban en la pulpería.

Le cantó el payador mazorquero
con un dulce gemir de vihuelas
en la reja que olía a jazmines,
en el patio que olía a diamelas.

“Con el alma te quiero, pulpera,
y algún día tendrás que ser mía,
mientras llenan las noches del barrio
las guitarras de Santa Lucía”.

La llevó un payador de Lavalle
cuando el año cuarenta moría;
ya no alumbran sus ojos celestes
la parroquia de Santa Lucía.

No volvieron los trompas de Rosas
a cantarle vidalas y cielos.
En la reja de la pulpería
los jazmines lloraban de celos.

Y volvió el payador mazorquero
a cantar en el patio vacío
la doliente y postrer serenata
que llevábase el viento del río:

¿Dónde estás con tus ojos celestes,
oh pulpera que no fuiste mía?”
¡Cómo lloran por ti las guitarras,
las guitarras de Santa Lucía!